La reforma laboral se acerca bastante, pero no del todo, al juicio que había anticipado Luis De Guindos al comisario Rehn: va a la raíz de los problemas, pero no es tan agresiva como se presumía, aunque la agrevisidad es una variable subjetiva, y cada cual puede hacer la valoración que cree conveniente. Los cambios del Gobierno tocan todas las teclas de la normativa, unas con más afinamiento que otras, y todas suenan de forma bien diferente a como lo hacían hasta ahora.
Se incentiva el empleo fijo, se abarata el despido y se cercena el poder malgestionado de los sindicatos en el mercado laboral, tanto en la gobernanza de los convenios colectivos como en la de los expedientes de despido colectivo. En definitiva, se da un buen tajo a una legislación enraizada en el franquismo y defendida en exclusiva por los sindicatos para preservar los privilegios de unos en contra de los derechos de otros, los privilegios de los que tienen empleo fijo, frente a quienes no tienen trabajo o lo tienen de carácter temporal.
La reforma pretende que en España los ajustes cuando se precipiten las crisis no se produzcan, como tradicionalmente lo hacen, por cantidad (empleo), sino por precio (salarios). Las gran mayoría de las empresas tienen hoy dificultades para poder mantener sus plantillas en las condiciones de coste que tienen, e incluso para reducirlas, también por las condiciones de coste a las que tienen que acogerse. Por ello, la reforma Báñez flexibiliza la entrada, el desenvolvimiento interno y la salida de los trabajadores en las empresas. Si se aplica convenientemente, revoluciona el marchamo del mercado de trabajo, aunque la generación masiva de empleo precisará también un alto crecimiento económico. En lógica la elasticidad PIB/empleo, cambiará: se activará antes la ocupación de lo que lo hace ahora.
En las tres fases del mercado (contratación, flexibilidad interna y despido) se modifican las normas, cercenando notablemente el poder de los sindicatos, que con la legislación vigente hasta ahora en la mano pueden gobernar a su antojo muy buena parte de las decisiones de las empresas. La Ley Orgánica de Libertad Sindical permite que unas instituciones con unos niveles de afiliación cuasi ridículos, los más bajos de Europa, tengan una cuota de poder muy elevada en la gestión de los convenios colectivos (vida interna de las empresas) y de los despidos colectivos (Expedientes de regulación).
Esa es la gran embestida de la reforma: la que se dirige al poder sindical, que condicionaba las decisiones de las empresas. A partir de ahora, en la negociación colectiva, la empresa que lo desee podrá descolgarse de un convenio sectorial si no puede seguir el ritmo de los salarios de forma unilateral, y en última instancia con un arbitraje decidido entre tres, y donde la parte sindical puede quedar en minoría. Además, se primará siempre la articulación de convenios de empresa si ésta lo pide, eliminando la correa de transmisión del poder de los sindicatos que ejercía hasta ahora el convenio sectorial o territorial. Con estos instrumentos, las empresas podrán acomodar los costes (los salarios ) a la realidad de sus ingresos, y evitar ajustes de empleo (despidos).
Además, los convenios ya no tendrán vida eterna. Hasta ahora, el convenio puede vivir después de muerto, después de su vencimiento, porque la ley le otorgaba plena ultraactividad, plena eternidad. Desde ahora, sólo habrá ultraactividad de dos años. Pasado tal tiempo, que a partir de ahora los comités no perderán como hacían hasta ahora, el convenio muere, y con él todas las condiciones laborales, salvo el salario, que está garantizado en algo tan simple como el recibo de la nómina, que tiene poder de contrato laboral personal. Desde ahora, agotados los dos años de ultraactividad, se negocia un convenio en base cero: todo desde cero.
El poder sindical se quiebra también en materia de despido. Si los umbrales indemnizatorios vigentes son los más elevados de Europa para rescisiones individuales, porque tienen también un origen franquista (la legislación franquista, enraizada en un régimen económico autárquico, expandía los derechos laborales en la misma medida en que limitada los políticos). Desde luego ese tratamiento es insostenible en una economía abierta a la competencia, y por ello es insostenible mantener en el Estatudo de los Trabajadores un despido de 45 días por año con 42 mensualidades.
La reforma rebaja ese umbral a 33, con 24 mensualidades de tope, aunque mantiene los derechos adquiridos para los ya contratados como fijos. El mero hecho de eliminar los 45 días del Estatuto ya es un buen tajo a una norma de otro tiempo, puesto que los despidos, que ahora terminaban mayoritariamente en ese coste, no podrán hacerlo. Tendrán que limitarse a 33 días por año con dos años de tope salarial.
De otra forma: si ahora se podía percibir un año de indemnización con ocho de antigüedad, desde ahora se necesitan 11,06 años para cobrar 12 mensualidades. Y si antes se alcanzaba el tope de 42 mensualidades de despido con 28 años de antigüedad, ahora el tope (24 meses) se alcanza con 22,12 años en la empresa.
Pero donde los sindicatos pierden poder es en la gestión de los despidos objetivos, o económicos, o procedentes, que se tramitaban de forma colectiva. Los que tienen una indemnización de 20 días por año con un máximo de 12 mensualidades. Aquí desde ahora no será precisa la autorización de Trabajo (ahora Empleo), y sólo queda el recurso al juez, y se relajan las condiciones para poder presentarlo, que en pocas palabras es acumular tres trimestres de pérdidas o caída de ingresos.
Los sindicatos utilizaban la exigencia normativa cuasi general de que sólo se autorizaban los expedientes pactados para presionar al empresario y lograr un acuerdo, pero con 45 días (desde luego siempre más de 20). En tal caso, el empresario limpiaba la plantilla abonando los 45, y evitaba el sonrojo ante la autoridad laboral.
Este poder sindical desaparece, y únicamente puede lograr el máximo, ahora de 33 días por 24 mensualidades, si lo decide el juez. Esa es la única tecla que está sin tocar, la más sensible, porque la tendencia prolabor sigue también en el ADN judicial (también de génesis franquista).
Fuente: Cinco Días